Friday, June 25, 2010

LA PENITENCIA DE ZACARÍAS DE MOSQUERUELA





Este relato lo escribí para un concurso que pasó con bastante pena y ninguna gloria. Curiosamente el ganador fue otro fraile medieval de vida más florida. Cosas que pasan. Pero este buen Fraile no merece morir dos veces y ya que el depositario intelectual y albacea soy yo, mi obligación es que su historia no quede en el olvido. Espero que os guste.


1. Por mi culpa.

Para un clérigo, esclavo de atril, pigmento y pincel, que en el camino a la perfección marcado por Nuestro Señor, ha tropezado mil veces, y sobre todo, en la piedra de la masturbación, aquel encargo de Su Eminencia, más que un honor resultó ser una pesadilla. Entendí que el Altísimo en su justicia todopoderosa, no sólo me castigaba por el vicio que vaciaba mis entrañas, sino que enterado o quizás chivado por el mismo diablo, estaba también al corriente de mis dibujos lujuriosos, si así, de manera benevolente se les podía llamar, pues sobrepasaban las escaleras de la lujuria y se internaban en la locura de cabeza.

Cercano el fin de los tiempos, cuando el lodo de la perversión inunda los palacios, los claustros y las cabañas de los campesinos, a nadie ha de extrañar que el Divino y su cohorte de Justos vengan a saldar las cuentas a los hombres. Así pienso, pero mi queja es que llamándome Zacarías, con una zeta bien clara encabezando mi nombre siendo última en orden alfabético me haya tocado ser el primero en lo que a desgracias se refiere. Así fue que el Divino me dispuso un aperitivo servido en forma de delicada carta del Obispo de Segorbe, portada por la pequeña mano, regordeta y sonrosada de mi Prior, el Mío, que se acercó sigiloso al tablero donde laboraba, dejando caer la carta sobre el pergamino que aún tenía las tintas frescas. La carta arrolló la barba de San Mateo, extendiendo la gota de marrón fierro sobre las bellas caligrafías del hermano Gabriel.

- Mal agüero, fray Zacarías. No he de recordarte que pisas tierra del Reino de Aragón y es al Obispo de Albarracín a quien te debes y no al impostor de Segorbe que sólo a Valencia mira.

En aquella guerra soterrada entre obispos, deanes, arcedianos y canónigos, mi humilde persona tenía las de perder y como hijo de la Villa de Mosqueruela estaba en mi ser, por así decir, tener si es preciso, “la mosca detrás de la oreja”.

Mi Prior, el Mío, prosiguió con sus delicados modales:

- Careces de padres y prudencia: ¡Ábrela y léela ante mi con la humildad del lego! –al mismo tiempo que hacía volar el crucifijo que se sacó de la manga y lo atrapaba, asiéndolo por la parte superior a modo de puñal. Bajo los pies clavados del Redentor el madero se afilaba terminando en una punta dolorosa, que fue a anidar bajo mi barbilla. Al punto dejé de tentar mi suerte.

2. La carta

Quebrado el lacre, así decía la carta del Obispo de Segorbe:

“Que la Gracia de Dios te proteja hermano Zacarías. Es una suerte alcanzar el favor de los poderosos y más si a Dios representan. Tengo sobre mi mesa el “Devotio Instans” y en los momentos de tribulación y desasosiego suelo ojear sus sugerentes dibujos y en las formas sinuosas de las flores y guirnaldas que adornan las capitulares adivino ángeles, envueltos en túnicas doradas y transparentes que ensalzan el nombre de Nuestro Señor. Pregunté, quién era ese artista tan dotado que entre hojas de acanto hace ver esos cuerpos virginales. Es Zacarías de Mosqueruela, me respondieron: el mejor iluminador que ha dado el reino de su Majestad, incluidos Nápoles, Flandes y todo el Ducado de la Borgoña. Recibí información de que este fraile, vos, no sólo iluminaba doctos códices y vidas santas sino que también realizaba curiosas pinturas de corte helénico.”

En este punto las manos me comenzaron a sudar.

Si mi Abad adivinaba la insinuación que estaba haciendo el Obispo iba a irme al otro mundo con un crucificado clavado en la espalda. Que una cruz igual sirve para salvarte que para que te claven en ella.

Proseguí la lectura sin perder ritmo ni aplomo.

“Y dada tu condición de siervo de la Iglesia y esclavo de la fantasía, te he elegido para una misión, que sin duda purificará tu mente y te preparará para el postrero Purgatorio que a buen seguro te espera”.

Mi Señor Prior, el Mío, refunfuñó.

“En cinco días te espero en Segorbe. Y de favor, dile a tu Prior que necesitas un útil instrumento de profunda mirada, largas orejas y que se desplaza lentamente, menos costoso de lo que mi Obispado, al que nada aprecia él, paga por los sagrados libros que compra a su monasterio. Dile que te provea de un burro”.

3. La penitencia

Después de cuatro horas soportando el frío helado, abrazado al caliente hocico del asno, alguien gritó mi nombre. Crucé el patio del palacio y bajo los arcos me esperaba un grueso benedictino con cara de oso enfadado. Sabe Dios el odio que le tienen a nuestras humildes sayas pardas.

- ¡Acompáñame fray Zacarías de Mosqueruela! Me gritó como si estuviera encaramado en un púlpito. Si hubiera podido aquel hombre me habría pateado el trasero.

Le seguí hasta un habitáculo cercano a las cuadras. Allí estaba el Obispo sin el boato al que la carta apuntaba. Después de arrodillarme le bese la mano. Supe que era él por el color rojo de la bocamanga y el grueso anillo pastoral -de oro macizo- que adornaba su dedo. La luz apagada de la vela no era suficiente para ver su rostro y yo lo prefería así.

Abrió un libro que descansaba en un atril. Era una copia del “Comentario al Apocalipsis” de Beatus de Liébana. Lo conocía demasiado bien. Enfebrecido -a los catorce años- lo había copiado una primavera plagada de olores, pájaros, insectos y polen. En el jardín del claustro las hojas entrelazadas mecían gotas de agua cristalina mientras yo soñaba con ángeles desnudos que bailaban unidos celebrando la gloría del divino.

Me quedé extasiado ante lo que yo, alguna vez logré pintar.

-¿Que ves aquí Zacarías? –me preguntó el Obispo con una voz que parecía salir del fondo de un cántaro.

-Profetas que cantan y tañen sus laúdes alrededor del Cordero Divino, mi Eminencia.

-Y ahora… ¿que ves? – dijo, mientras desplegaba una de las hojas y le colocaba detrás la vela.

Todo mi cuerpo comenzó temblar, mis rodillas se doblaron. Y postrado, me oriné como un niño.

- Hombres desnudos unidos que bailan y tocan los laúdes. Una fantasía que el capricho de las tintas y el mismísimo diablo han iluminado -dije con un hilo de voz.

- Si, un pobre diablo llamado Zacarías que arderá en las llamas de la purificación después de sufrir tortura… si no cumple la penitencia que se merece -noté que su Eminencia no quería perder un ápice de su tiempo con un fraile carne de hoguera y sambenito.

- Cuando salga la próxima luna quiero que estés en un lugar llamado “El Humilladero” en las cercanías de Alcalá de la Selva. Allí te encontrarás con hombres armados. A ellos y unos carros de bueyes tienes que guiarlos por senderos y atajos, lejos de pueblos y aldeas, hasta la cima de Peñagolosa. Tu conoces esos caminos y os llevará cuatro jornadas. Si alguien os avista aunque sea un halcón date por quemado vivo.

Me dio mala espina el lugar del encuentro. Ser “peirón” era mi sino y mi humillación sabía que llegaría más pronto que después.



4. La muerte.

A veces le pido a Dios que me revele el nombre de mi madre y el sitio donde abandoné mi cuna. No puede ser que la barriga que me engendró fuera la gélida agua de un pozo. Sentí su calor, el olor a leche de cabra y sueño que sus ojos negros me miran y sus labios me vuelven a rozar mientras susurra en lengua extraña una nana. Quizá por eso los caminos que rodean la comarca son mi claustro y sus bosques la abadía.

Llegué una noche antes a la cita, propio del vecino de mi villa que al tener por escudo la vulgar mosca y no el fiero león, el flamígero dragón o la culebra reptante, se ha de conformar en soportar las molestias del insecto y aprender de él su mejor cualidad: “Antes que me aplastes ya he volado”, y además: si metes en el mismo puchero gente armada, obispos y al Santo Oficio está claro que la carne eres tú. Así fue que até el burro a un castaño y me subí en lo alto, sin otra dedicación durante una jornada que comer castañas y esperar.

Los últimos rayos iluminaban el lugar y un cierzo afilado batía los árboles. La oscura silueta de un edificio de sillería -“el humilladero”- daba un aire siniestro al lugar. Desde mi atalaya podía ver el camino. Al principio creí que era una manada de lobos. Encorvados, se movían sigilosos por entre los arbustos, confundiéndose con los troncos de los árboles. Un brillo plateado me alertó: era la hoja de una espada. Sentí rondar la muerte y permanecí quieto rogando al Salvador que La Pálida no percibiera mi presencia.

Por un recodo del camino apareció una caravana de carros que avanzaba lentamente. Portaban lo que parecían grandes cajas ancladas con cadenas. Los hombres azuzaban los bueyes; detrás de los tres carros iba otro de singular apariencia tirado por caballos. Lentamente se dirigían a la boca del lobo. En el bosquecillo que iban a atravesar les esperaban emboscadas las criminales sombras. En un instante el bosque se lleno de golpes, chirridos, jadeos agónicos y olor a sangre. Un grito desesperado de mujer rasgó el aire. Pedían clemencia y llamaban a sus madres. Ningún ser humano les escuchó porque los asesinos eran crueles bestias y a mí el miedo me había convertido en una rama más del árbol que me escondía.


5. El germano

Cuando amaneció me sentí un alma en pena. Estaba en un riachuelo y me lavaba la sangre de las manos, los brazos y el sayo. Aquella noche triste fui un piadoso sepulturero. Separé los cadáveres amontonados en el terraplén donde los habían tirado como animales degollados. Luego les tape el rostro y di cristiana despedida. Eran seis hombres, uno casi un niño, y una mujer tan bella como la Virgen María con el rostro blanco, como cincelada en mármol, y cabellos rojos que a la luz de la luna le hacían parecer una princesa de los países del norte que dormía plácidamente.

Exhausto me tumbé en el humilladero esperando que vinieran los hombres armados como me dijo el Obispo de Segorbe: sabiendo que si les acompañaban cuatro carros eran los asesinos. Sería la nona cuando alguien me despertó y creí que era la muerte que, harta de jugar conmigo toda la noche al gato y al ratón, me había atrapado.

Era un hombre extraño. Alto, grande y poderoso cubierto por una capa de piel de oso. Su vestimenta y la trenza rubia que caía sobre su hombro lo señalaban como extranjero, detrás me pareció ver un caballo tan alto como él y una mula con grandes alforjas. Le miré a los ojos confiado porque en nada se parecía a un hombre de armas. Me dijo en retorcido castellano que era un germano de nombre Johannes Von Bauer y preguntó si había visto pasar una caravana de carros que se dirigía a la Villa de Mosqueruela.

Estallé en llantos.

Me abrazó como un padre y despacio los dos entrelazados caminamos hacia el terraplén. A cada paso dejé de apoyarme en él, para ser él quién se apoyaba en mi. Cuando vio entre los cuerpos la pierna ensangrentada de su amada corrió hacia un árbol y lo agarró con la rabia de un oso herido, zarandeándolo, a punto de arrancarlo como un rastrojo. Las hojas amarillas y naranjas cayeron sobre él. Se acurrucó entre las raíces muerto de dolor y las hojas le cubrieron como una manta.

Al cuarto rosario me acerqué y puse mi mano sobre la suya. Le dije que me llamaba Zacarías de Mosqueruela y era iluminador del Monasterio de la villa donde se dirigía, que los asesinos volverían ese día. Que iban de llevar los carros robados hacia oriente pasando al Reino de Valencia por la cima de Peñagolosa. Se revolvió y me puso la punta de un puñal a la altura del corazón.

- ¿Porqué lo sabes?

- Yo voy a ser su guía. Y la punta del afilado fierro se mantuvo milagrosamente quieta. Un hispano o un morisco de estos reinos calientes me lo habría clavado, pero está en el germano ser frío, como su clima, y saber cómo cocinar lentamente una venganza. Me ofreció el cuchillo para que en el suelo dibujara mi destino. Hecho con la mano al barro, señalé cuatro jornadas y pedí de voz que por la gracia del Dios avisara a mi Prior de Mosqueruela y si por piedad ante mis pesares viniera, no lo hiciera sólo con monaguillos, que era cosa de recios guardias y alguaciles que a los Fueros de Aragón defendieran, porque me constaba que llegado a mis siempre queridas tierras levantinas, mi cabeza humana, la Mía, en calavera se habría de tornar.

El germano se alejó por el camino. Entre el cuello y la cola de su mula en un hilo perfecto y tenso reposaba el cuerpo de su amada, casi sostenido en el aire, luminoso y blanco. Nunca ví a la muerte tan bella, ni a la vida tan muerta, caminando, y tan perdidas.


6. El Renacimiento

Queden las cuatro jornadas condenadas al olvido. Entre los homicidas había gente muy noble y mercenarios, unidos por la sangre derramada. No probé su pan ni bebí su agua. Recé por las almas inocentes y porque apareciera mi Prior acompañado de un ejército de ángeles vengadores. Nada ocurrió y cuando pasamos junto a la gigante roca del Pico de Peñagolosa, supe que estábamos en Castellón. Desposeído de mis fueros y abandonado por mi gente. Era el testigo de una infamia y no me iban a dejar ver amanecer un día más.

A la puesta de sol bajábamos por un barranco y estuvieron a punto de despeñarse bueyes y carros. Si mi muerte estaba escrita, el Señor me despidió con una fiesta de olores en el bosque más bello que nunca vi: tejos, acebos, rosas silvestres, todo salpicado de violetas: un elixir preparado por la naturaleza que me hizo conciliar el último sueño.

Al amanecer no me despertó el trino de los pájaros, lo hizo el extraño sonido: de un chasquido metálico seguido de un silbido, repetido hasta siete veces. Me incorporé, trastabillando, preso de la debilidad y me dirigí al lugar donde estaban los carros y la tienda del Mandamás. El camino estaba sembrado de muertos. Todos los asesinos tenían clavados unos dardos de fierro y los ojos cargados de horror. Desde la profundidad del bosque alguien los había cazado sin darles tiempo a sacar sus espadas. Cuando me acerque la tienda vi el lomo peludo de un gran oso. Estaba dentro y yo tenía que correr sin volver la vista atrás.

Durante meses los Alguaciles del Rey me preguntaron una y otra vez y no supe o no quise contestar: ¿Qué pasó en el barranco? El Barranco de la Pregunta.

Una mañana entró un carro, dicen que portugués, a la Plaza Mayor de Villahermosa. Sin nadie a las riendas y con siete hombres muertos.

No recuerdo los días que pasé en la oscuridad pero cuando abrí los ojos estaba en una cabaña. En una esquina una mujer cantaba una nana a un recién nacido. Creí que era mi madre y la algarabía era la lengua que tenía encerrada con llave en un lugar de mi cabeza. Así, he de decir con orgullo que Zacarías de Mosqueruela, nació morisco y vivió cristiano.

La juventud y los buenos cuidados de aquella gente pobre de la sierra me devolvió la savia. Ellos me llevaron al monasterio y en la puerta me dejaron como hizo mi madre hacía veinte años y fue así que volví a nacer. Di todas las gracias de este mundo al morisco y a los dos zagales que hijos suyos eran y le dije que su Alá se lo pagaría en el Edén. Me contestó que ya estaba pagado y lo fue por el hombre que me dejó a su cuidado. Sacó del bolsillo una gruesa moneda oro. La observé. Parecía un sello y en el escudo se podía distinguir: un oso, una ballesta y un hombre que parecía esparcir la semilla por el campo. Al devolvérsela el morisco me dijo:

- Está moneda llevará a mi familia y a mí al otro lado del mar. En Tunis lloraremos por nuestros bosques y nuestras huertas de las que nos echan. Pero volveremos a nacer y alabar a Alá y su Profeta Mahoma, sin ser ni humillados ni escupidos.


7. La máquina

El Día de la Romería de San Martín, grandes cosas me ocurrieron que hicieron reconducir la hasta ese momento torturada vida por la vereda sosegada del estudio, el trabajo y la oración. Hacía un mes que el mismísimo Papa había zanjado disputas uniendo las dos Diócesis en una llamada de Segorbe y Albarracín. Al fin El Santo Oficio y los Alguaciles retiraron cargos y sospechas. Aunque periódicamente el resto de mi vida me harían la dichosa pregunta del barranco. Esa mañana mi Prior me dijo que fuera con él al Barrio de La Estrella, que quería enseñarme algo misterioso. Alegres, mezclados entre las gentes contenta por el vino, mi Prior, el Mío, y yo fuimos a la llamada Casa Vieja. Entramos en una nave de altos techos, un rayo de luz entraba por el ventanal, iluminando el artefacto más grandioso y a la vez hermoso que en mi vida viera.

Una imprenta.

Un hombre giraba una manivela mientras la prensa imprimía el papel de arroz. Miró a la luz el resultado, dejó con cuidado el pliego sobre una mesa y se dirigió hacia nosotros limpiándose las manos. Nunca me hubiera olvidado de su cara, Joannes Von Bauer me abrazó como un oso y nos enseñó la imprenta y su funcionamiento. Me miró fijamente a los ojos y me dijo:

- Esta es un arma más poderosa que un ejército y expande el pensamiento y la palabra del Señor más que mil monasterios. Algunos han osado matar por tenerla. Dando unos golpes a la madera para demostrar su solidez y prosiguió: al menos se necesitan tres carros con dos bueyes cada uno para transportar esta imprenta.

Justo detrás, en la pared, colgaba un gran ballesta. Se dio cuenta que la miraba de reojo y dijo en difícil castellano: “Fray Zacarías, sólo sirve para cazar osos”.

Mi Prior, como si de una homilía se tratara me comunicó que a partir de aquel momento ese iba a ser mi trabajo y que nadie mejor que yo, maestro en iluminaciónes y caligrafías a pluma, para mejor aprender. Que muchos libros sagrados había que hacer y que el “Maestro Juan” me habría de enseñar el nuevo oficio de impresor que a buen seguro iba a cambiar el mundo.

Por un momento me vi , en lo que tarda el vuelo de una mosca, pasar de un tiempo antiguo a otro nuevo. Pisando con una sandalia en un sitio y con la otra en otro.









2 comments:

Verónica said...

El bueno de Zacarías tiene algo que me recuerda, y mucho, al autor que vomitó su historia. Tal vez sea el sentido del humor o esa especial ternura que se deja intuir en algún pasaje ... Lástima que su primera aparición pública no tuviera más gloria, aunque, esperemos, tenga una mejor vida a partir de ahora (¿tal vez sirva como gérmen de una nueva novela?).

Un beso

Patricia Gardeu said...

Hola, soy periodista, quiero ponerme en contacto contigo porque el jueves llegas a Ceuta. Puedes escribirme a ceuta@elpueblodeceuta.es

Pon Patricia en el asunto y me indicas cómo contactarte. Gracias.