Wednesday, October 28, 2009


Un plato frío ©

Al restaurante Aranguiz le habían dado tres estrellas en la Guía Michelín. Por fin se reconocía al maestro cocinero su mayoría de edad en la cocina vasca. Los alumnos del donostiarra Castillo iban recibiendo unos tras otros sus medallas y hacía tiempo que navegaban por el mundo mediático. El suyo era un triunfo tan esperado como tardío.
Aquel jueves de chirimiri estaba contento porque le había levantado a Arzac unas merluzas de pincho en el mercado de la Bretxa. Le dejó las ciegas con un mensaje a boli escrito en un papel mojado lleno de escamas: “Arrea, Bella Durmiente”.

Se acarició el bigote y observó los rompientes a través de la ventana. Igueldo tenía un verde salvaje, con las olas blancas estampadas en los acantilados. Mientras la niebla fría se arremolinaba sobre el tejado del caserío; el comedor tenía un calorcito acogedor y la chimenea tiraba a toda pastilla. Uno de esos días para degustar un menú de la amona, sencillo, caliente y estimulante, con porrusalda incluida, que empieza calentándote los pies y termina meciéndote la cabeza. Luego, unos calamares rellenos.
En el aparcamiento había un hombre bajo un paraguas y todavía no llovía .
Siempre hay alguien dispuesto a joderte el día -pensó-, uno con toda la pinta estaba allí frente a la puerta de su restaurante. Era un forastero alto, desgarbado y ligeramente escorado a la derecha. Y daba un mal rollo que tiraba para atrás. A esta clase de conclusiones no llegaba nuestro hombre por mera intuición o capricho. Ante un restaurante tan bueno como el Aranguiz nadie espera si no está completo.
Y lo más importante, en Donosti todo el mundo abre el paraguas a la vez, como si recibieran una señal del más allá indicándoles que el chirimiri ha pasado a ser lluvia. Cuando salió a la terraza y le cayeron cuatro gotas en el bigote supo que aquel tipo venía del sur y se había adelantado abriendo el paraguas.

El cocinero era persona de mundo con el certificado que da ser entrevistado por
El País, El Correo y casi todas las revistas francesas de gastronomía. Y de tanto tratar a las gentes en el acto de comer —que es casi lo mismo que el acto de yacer con ellas pero sin orgasmos—, adivinaba con facilidad si alguien tenía buen saque y sabía que un gusto bien afinado no se esconde en la elección del plato o del vino. Se tiene el don o no.
Por su experiencia profesional tenía bastante claro que las neuronas que perciben los sabores y las que conforman el carácter son vecinas en algún barrio del cerebro. Comidas y personas; caseras, exploradoras, reacias, temerosas, necias, aventureras, ignorantes, sabias, lujuriosas y capullas, se repartían su mantel con gran incremento de estas últimas. Esto no significa que un cocinero tan rulado como él te observe, y después de mirarte a los ojos, sepa si eres carne o pescado. De ninguna manera; trataba a los clientes de la misma forma exquisita que a sus platos.
Revisó con parsimonia la lista de reservas. Muchos nombres le eran conocidos y se notaba el empuje de las estrellitas Michelín. Por el apellido vasco y largo, más el Javier José, supo que uno de sus comensales era “JJ”. Una forma abreviada de llamarle, para no perder una mañana en nombrarlo y veinticinco años en olvidarlo. Su vecino y compañero de estudios, al que creía en México, estaba a punto de aparecer por la puerta. Le pareció democráticamente repugnante que un dirigente como él, metido hasta el cuello en eso de señalar, apareciera por allí sin acoquinar con el pasado.
Y se le vino encima un desagradable recuerdo. Se vio aquella mañana desayunando junto al cuñado del dirigente —al que Dios conserve incinerado—, cuando le recomendó que pagase; y unos días después, sentados en la terraza del Hotel Pirénées de Bayona, cuando firmó su seguro de vida con una caja de zapatos conteniendo un millón de pesetas que le había adelantado su suegro para pagar el préstamo hipotecario de su segundo restaurante. Identificar la patria vasca con las caras mafiosas de JJ y su cuñado fue un trauma que nunca superó y mucho menos olvidó.
Cuando ya estaba el comedor medio lleno, entraba por la puerta JJ acompañado de dos personas conocidas. El cocinero le tenía preparada una sonrisa que le sirvió con uno de esos abrazos sonoros con mucho trueno y poca lluvia.
El dirigente y él, se miraron con cariño y nostalgia. Sentimientos que nunca en la vida habían sentido el uno por el otro.
— Joder chaval, que bien te veo. Los billetes sientan bien.
— Y las enchiladas de fríjol, JJ— le contestó el cocinero, dando un golpecito en la oronda panza del dirigente.
—Ya sabes, el taqueo en México es un vicio, como aquí los pintxos. ¡Hostias!… ¿Te acuerdas que nos llamaban “la marea negra”?.
El cocinero dejo su respuesta en el aire y dio la mano a los otros dos acompañantes que permanecían colgados de una eterna casi-sonrisa, asistiendo a un encuentro -en apariencia- deseado por muchos años entre amigos del alma y del Colegio San Ignacio.
— Claro que me acuerdo. Cuando voy de chiquitos por Amara Viejo alguno detrás de la barra me grita eso de: ¡La marejada está subiendo!
— ¡La flota de arrastre está para el arrastre! —decía tu cuñado al borde de la borrachera— ¿Por cierto tu hermana todavía tiene la gasolinera?
— No —Sólo le faltaba al cocinero que sacara a relucir a su hermana.
Por poco se cruzan en la puerta. Ella odiaba al personaje con una militancia histórica que ya hubiera querido para él su propia organización. Cuando murió su marido, todos los días, el dirigente, que conducía en aquellos años una furgoneta Citroën llena de cajas de vino, aterrizaba frente al surtidor a la caza de la viuda más guapa del barrio. Le hacía llenar el depósito lo justo para volver al día siguiente. Gracias a la presión policial, el tío pesado evitó que ella le pegara un manguerazo. Tuvo que abrirse por Vera de Bidasoa y se hizo mugolari.
— Bueno chaval, espero que des a estos de “la Mesa” y a mí, la mejor mesa.
Los acompañantes que eran de “la Mesa” y el cocinero, le rieron la estúpida gracia al dirigente.
A partir de ahí el engranaje profesional se puso en marcha. En el turno de entrada en escena estaba su atacada hermana y chef, que miraba con ojos desencajados a través de el ojo de pez de la puerta de la cocina, y detrás iría Consuelo, la jefa de sala. Una india del altiplano todo bondad, tan sinuosa como hábil a la hora de torear al comensal más atravesado.
Cuando entró en la cocina su hermana le preguntó:
— ¿Pero este no estaba exaltado en México?
— Sí nena, pero se dice exilado. Trátalo con cariño que con los años se ha vuelto más jatorra —dijo el cocinero a su hermana con una pizca de ironía; ella contestó dedicándole un gruñido de gata peligrosa, dando un manotazo a la carta.
Satisfecho, viendo salir a su hermana y a Consuelo rumbo a la mesa de “la Mesa” se sintió liberado como un funcionario cuando pasa un expediente a otro. “Ahora a lo mío que es la buena y enrollada cocina” —pensó por un momento—, antes de volver la mirada hacia el descansillo.

El hombre que vio en el aparcamiento estaba en la entrada sobre un charco de agua. Era un anciano alto, enjuto y de aspecto quijotesco pasado por agua. El cocinero mandó a una camarera que le diera unas toallas y lo sentara cerca de la chimenea.
Nada en aquel hombre sugería una mínima predisposición para dedicar un segundo a saborear la buena cocina, ni la del cocinero más reputado de Euskadi ni de la suya.
Ante esto, se preguntó qué pintaba aquel señor larguirucho allí. Pregunta sin respuesta y día sin sol.

Los de la mesa política se estaban desmadrando con el vino.
El personaje empezó a soltar la retahíla del “antes era otra cosa” como si hablara de cuando Franco pero al revés. Y los nervios del cocinero empezaron a enervarse.
Aquella mañana las gotas del chirimiri parecían caer tontas para luego empinarse como las culebras hindúes: sacando la lengua y haciendo “ssuiiss, ssuiiss”.

Su mujer, además de ser el faro de su vida, era la mejor compañera de oficio y de todo lo demás. Tenía la virtud de la anticipación. Él la llamaba de cachondeo “El Oráculo del Igueldo”. Era esotérica y refranera.
— “Esta semana tienes que pensar antes y no después, porque cuando menos lo esperes saltará la liebre”. —sus oráculos siempre eran más difíciles de entender que de olvidar. El dedujo que le recomendaba que intentase ver venir los problemas o algo así.
Su atención se volcó sobre el anciano. Era ridículo fijarse en aquel hombre tan inofensivo cuando frente a él, a menos de diez metros había un elemento como JJ que, por cierto, laureado en su impunidad se estaba zampando alegremente la porrusalda al estilo de su abuela, mientras llamaba a gritos a su hermana para que le trajera otra botella de Rioja
El cocinero fue a su despacho, miró el tablero y a la pantalla de su portátil, tecleó buscando la mesa del hombre mojado. Entró su hermana y le informó que el dirigente le había pedido un bacalao con el tomate aparte, donde le había puesto, en homenaje a su demostrado respeto a la vida de las personas, la más jodía guindilla chilena que había encontrado .Y que se iba a enterar.
Pasaron un par de segundos y le preguntó:
— ¿Quien sirve la mesa nueve?
— Consuelo, me parece.
No tuvo que llamarla, la mujer estaba a su espalda.
— ¿Que ha pedido el de la nueve?
— Poca cosa, un plato frío y se lo voy a preparar yo misma. Jefe, yo creo que ese hombre está malito.
En su cabeza retumbaron las palabras “plato” y “frío”. No miró a ningún sitio. Sólo una neurona se abalanzó sobre otra. Dio un brinco y se precipitó a la sala.
Tarde.
La larga sombra del triste anciano atravesaba el comedor hacia la mesa del dirigente; le apuntaba con una pistola de pequeño calibre, a la cara.
El cocinero echó el cierre electrónico a su pensamiento. A “plato frió” sumó “venganza”, y sonó un tiro.
Es curioso cómo en los momentos más traumáticos lo que menos esperas se convierte en protagonista. Y puede ocurrir que un detalle caprichoso venga en tu ayuda para hacerte entender que lo que parece evidente no lo es.
No fue la pistola, ni el tiro.
La pequeña salsera de su abuela materna saltó por los aires. Se fijó en eso por dos motivos. Uno, la perdida de la más bonita, inmaculada y querida pieza de cerámica de su amona, y el otro era que la jarrita estaba llena de tomate.
La salpicadura de sangre espurreada en la pechera del dirigente y en la pared sólo podía proceder de la salsa del tomate y no de su inexistente corazón.

El dirigente, al ver cómo la temblona pistola oscilaba frente a él y escuchar el petardazo, creyó que el tomate era su sangre y que la muerte estaba allí. A pesar de haber disparado a quemarropa a varias personas creía que su sitio siempre estaba detrás del cañón y no delante. Y la única gota de tomate que saboreó no le engañó: la sangre quema. Cayó hacia atrás con la silla y se meó encima.
Una escena extraña y patética.

La gente miraba aterrada al hombre de la pistola, hasta que el cocinero se la arrebató, guardándola en el bolsillo de su pantalón. A empujones lo llevó a la salida y llamó a Consuelo.
— ¡Que Dios me perdone! Pero ese mal nacido dio la orden para que mataran a mi hija y a su marido en Sevilla —le susurró el anciano desorientado.
     — Usted se ha puesto a su altura y sólo ha conseguido derramar tomate. Ella le    llevará a la estación de tren y yo me quedo con la pistola.
                —¿A su altura? ¿acaso yo he matado a sus hijos? No era tomate lo que brotaba de la barriga de mi hija embarazada y de la cabeza de su marido—dijo el hombre con todo el dolor  del mundo reflejado en el rostro.
            —El cocinero tragó saliva.— Por favor, váyase con ella —le dijo.
Cuando volvió al comedor encontró todo patas arriba. Algunos comensales se habían refugiados bajo las mesas y otros permanecían sentados con las caras lívidas aferrados a sus cubiertos.
— ¡No se preocupen, no ha pasado nada, es tomate!
Se acercó a JJ:
— ¡Vaya susto! Había un coche fuera esperándole. Te has salvado de milagro…, nada… una tilita y se te pasa.
Su hermana apareció con trapos, cubo y fregona.
— ¿Llamamos a la policía? —preguntó al techo.
— No —contestó el dirigente con un hilo de voz.